Prestes Maia, el rascacielos de los okupas

by ANTONIO JIMÉNEZ BARCA, El Pais semanal | 9 Marzo 2016 16:07

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Desde lejos, sobresale aislado del resto de los rascacielos del centro de São Paulo. Desde abajo, impone aún más. Son 22 plantas de cemento agrietado y sucio. Hay trozos ennegrecidos producto de viejos incendios, y un mosaico de ventanas sin cristales tapiadas con planchas de contrachapado, telas o somieres. Y antenas en algunas esquinas y plantas que crecen suspendidas en aleros alimentándose del milagro de la primavera tropical. Un antiguo letrero en piedra indica el origen del edificio, inaugurado como factoría textil en los sesenta: Companhia Nacional de Tecidos. En la misma manzana hay una tienda de pesca y un bar minúsculo que se llama Big Ben. Y un poquito más lejos, la antigua estación de metro y de tren de Luz, enclavada en el corazón descarnado de la urbe más grande de Sudamérica. No se puede acceder al edificio por la entrada principal, cubierta con más maderas y hierros cruzados. Hay que dar la vuelta a la manzana, caminar al lado de esas autopistas veloces que atraviesan esta inconcebible ciudad de 13 millones de habitantes y llamar a una puerta trasera de hierro. Un tipo que hace de conserje abre el portalón y después se coloca detrás de un mostrador de los tiempos de la fábrica de telas. Hay muy poca luz natural debido a las ventanas cubiertas. Los fluorescentes que penden de un cable que se pierde hacia la derecha tiñen de un color crudo las paredes rotas. Desde los pisos de arriba llegan gritos, risas, olores a guiso, voces alegres de niños, ruido de balonazos. El portero pregunta el nombre del visitante, el nombre del contacto en el inmueble, consulta el cuaderno y luego sonríe y estrecha la mano al recién llegado. Adelante.

En este edificio abandonado en los años ochenta, después de que la fábrica textil quebrara, situado en el número 911 de la calle Prestes Maia, residen desde hace seis años casi 1.500 personas, repartidas en 400 familias, cada una con su habitación delimitada por paredes de contrachapado, cada una con una historia desquiciada por la miseria y cada una con su registro puntual en el cuaderno del aplicado portero. El Prestes Maia es el segundo mayor edificio okupado de América Latina, después de la Torre de David, en Caracas (Venezuela). Y sus ocupantes se gobiernan por unas leyes autoimpuestas –a medio camino entre las normas de una comunidad de vecinos y las ordenanzas municipales– que convierten esta ciudad vertical alumbrada con fluorescentes en una república viable y autónoma de 22 plantas.

Está prohibido llevar armas y beber alcohol o tomar drogas. Está prohibido que los hombres se paseen por los pasillos de los pisos sin camisa o las mujeres lo hagan en camisón. Está prohibido que los matrimonios se duchen juntos en los baños (cada planta tiene un aseo comunitario con retrete y ducha). Está prohibido recibir visitas más allá de las nueve de la noche a no ser que se pida permiso expresamente. Está prohibido hacer ruido –o que los hijos de uno hagan ruido– a partir de las diez de la noche. Todos los días uno de los ocupantes de cada planta debe limpiar y fregar el pasillo. Otro, los baños. Es obligatorio acudir a las asambleas mensuales. Cada familia debe abonar 105 reales (unos 25 euros) al mes en concepto de alquiler que se destinan a un fondo común. Aunque no todos pagan: a los más pobres entre los pobres se les dispensa, como a una madre soltera con cinco hijos pequeños a su cargo. No se admiten mendigos ni personas que no tengan trabajo o que no lo busquen si lo han perdido, aunque este sea el de vendedor ambulante de chucherías en un paso de cebra. Si alguien se salta las normas una vez es apercibido. Si se las salta tres, es expulsado. Existe un jefe por cada planta que media cuando estalla una discusión entre familias. Y cuando ese jefe de planta es incapaz de llegar a un acuerdo, la disputa se dirime en la planta baja, en la sala de administración –más ventanas tapiadas, ordenadores viejos que todavía funcionan, una fotocopiadora, un cartel de apoyo a Dilma Rousseff pegado en la pared…–. María Silva, una de las coordinadoras, sonriente, callada y muy tranquila, hace continuamente de improvisada juez de paz de cualquier pleito porque a cada rato la interrumpen con líos domésticos. Ella tiene también su propia historia:

“Nací en Bahía, en el noreste, hace 46 años, aunque emigré hace mucho a São Paulo. Trabajaba limpiando casas y vivía, desde 2005, en la zona de Bela Vista, pagando una habitación en una casa compartida con 12 familias más. Le dábamos el dinero a un tipo que creíamos que se lo entregaba después al dueño de la casa. Pero nos engañó. Y de un día para otro nos desahuciaron. Las 12 familias y yo nos quedamos en la calle. Sin nada. Yo no tenía trabajo entonces. Había oído hablar del movimiento y de Ivanete. Ivanete nos ayudó. Primero estuvimos en otro edificio okupado. Después me vine aquí. El edificio me paga algo para poder vivir y yo a cambio hago de coordinadora. Conozco a casi todos los que viven aquí”.

No se admiten mendigos ni personas que no tengan trabajo o que no lo busquen si lo han perdido, aunque este sea un vendedor ambulante

Todo empezó la medianoche del 4 de octubre de 2006. Ese día y a esa hora fueron convocados los futuros moradores del Prestes Maia en la entrada del edificio. Todos agrupados en torno al Movimento de Moradia da Luta por Justiça. La mayoría llegó desde la remota periferia de São Paulo en autobuses fletados por la organización. Algunos habían dado el paso porque no podían seguir pagando el alquiler. Otros, como María, habían sido desahuciados de sus casas. Había quienes llevaban tiempo viviendo en la calle. También quienes lo hacían en barrios ultrabaratos tan apartados del centro, donde tenían su trabajo de vendedor o de descargador, que cada día se les iban tres horas de ida y tres de vuelta en ómnibus solo para poder trabajar y dormir. Ivanete de Araújo, una de las líderes del movimiento, se encargaba de dar órdenes. Habían escogido ese edificio hacía meses debido a que ya había sido invadido años atrás y posteriormente desalojado. A la hora acordada se arremolinaron en la entrada centenares de familias enteras con carricoches de niño, colchones, linternas, comida, bolsas repletas de cosas. Un hombre armado con una maza la emprendió a golpes con el muro de ladrillos que bloqueaba la entrada principal. Y por el agujero que hizo se escurrió el millar y medio de personas que se diseminó después, en silencio, por las plantas bajas del edificio. Durante un día entero se ocultaron como ratones sin encender luces ni hacer ruido. La ley brasileña prevé que la policía puede desalojar sin mandato judicial un edificio hasta las 24 horas después de producirse la invasión. Pasado ese tiempo, cuando ya se sintieron más libres, el ejército okupa desplegó una pancarta gigante en la fachada y comenzó a limpiar y a arreglar, a perseguir ratas, a traer muebles, a dividir las naves industriales en habitaciones, a sacar toneladas de escombros y a cubrir ventanas sin cristales. Pagaron a un hombre con contactos en la compañía de la luz para que les conectara ilegalmente a la red eléctrica. Lo mismo hicieron con el agua. Se distribuyeron los lugares y las tareas clave. E hicieron del Prestes Maia su casa y su instrumento para presionar a las autoridades por una vivienda digna y barata.

El propietario, Jorge Hamuche –un empresario que había comprado la fábrica abandonada años atrás para transformarla en oficinas–, denunció la invasión y pidió la inmediata expulsión de los nuevos moradores del rascacielos. La policía, de hecho, se ha presentado 13 veces en estos años para desalojarlo. Pero estas intentonas, bien por falta de órdenes judiciales en regla, bien por el temor justificado de las autoridades a una masacre en cuanto los agentes pusieran el pie dentro, no se llevaron finalmente a efecto. Y el Prestes Maia se fue convirtiendo en un símbolo de los movimientos sociales brasileños para conseguir una vivienda habitable. Solo en São Paulo y su región metropolitana faltan, según varios estudios, más de 670.000.

Las plantas bajas del Prestes Maia son más oscuras y húmedas debido a las filtraciones desde el suelo. A veces se camina en un charco pastoso. Las plantas altas son más luminosas y menos insalubres, pero tienen el inconveniente terrible de las escaleras, ya que no hay ascensor. Hay quien sube y baja cuatro o cinco veces al día 20 pisos, muchas veces cargado. Everita, una simpática anciana de 82 años con problemas mentales, vive en la planta 22ª. La organización del edificio le ha propuesto mudarse a un piso más bajo. Pero ella se niega, alegando que solo el buen Jesús la saca de la planta que comparte desde años con sus vecinos.

Un grupo de niños juega en Prestes Maia.ver fotogalería
Un grupo de niños juega en Prestes Maia. Victor Moriyama

Se cuentan cerca de 300 niños de 0 a 12 años. Por eso el visitante los encuentra por todas partes: niños en pantalón corto y chanclas jugando al fútbol en los descansillos de la escalera o en los pasillos; niños que se lanzan encima de un madero escaleras abajo como si fuese un trineo, niños que juegan al escondite entrando y saliendo de las habitaciones o que se divierten en el patio a jugar a perseguirse entre la ropa tendida y los charcos de agua estancada de la lluvia.

Hay muchos bolivianos pobres que corren la misma suerte que sus pobres compañeros brasileños. Y un nigeriano que, por esas carambolas de la vida, ha acabado en un cuarto de la planta 8ª. “Dicen que hay otro africano aquí, pero yo no lo he visto nunca: esto es tan grande…”, comenta. Uno vive de cortar el pelo. Otra de cuidar los niños de los vecinos mientras van a trabajar. Otro da masajes. Otro hace la manicura. Otro tiene una tienda de ropa (“pague en tres plazos”). En cada planta hay un comercio que surte a la comunidad de bolsas de patatas fritas, leche, refrescos, pequeños platos cocinados, compresas y pañales, entre otras cosas. Tania Regina tiene una de estas tiendecitas en la primera planta: “Llegué a São Paulo a los 20 años. Ahora tengo 39. Allí, en Barreirinhas, en el Estado de Maranhão, era vendedora ambulante, pero pensé que aquí ganaría más vendiendo bollos en la calle. Luego me empleé en una casa, pero no me gustaba porque me trataban mal, me humillaban, me ponían a lavar los coches y cosas así, y me fui a vivir de alquiler al barrio de Ana Rosa con un amigo con el que luego me casé. Tuvimos una hija, pero a él le gustaba demasiado la fiesta y se fue, y yo me quedé con la niña. Trabajé en un restaurante, limpiando, y luego en la cocina, cocinando, pero quebró y volví a trabajar en casa de una señora que me dejaba ir a limpiar con la niña. Mi madre se trasladó con nosotras. Éramos tres viviendo en una habitación y el alquiler se llevaba más de la mitad del sueldo. Me enteré de esto, pero no quería venir, ¿sabe? Me daba miedo esto del movimiento y de las invasiones de casas. No sabía qué gente me iba a encontrar, pero mi madre me convenció: no podíamos seguir viviendo en una habitación como esa y dejándonos todo en el alquiler… Y me decidí. Llevo aquí cinco años ya”.

El pasado agosto, el Ayuntamiento de São Paulo, gobernado por el Partido de los Trabajadores (PT), la formación de Dilma Rousseff y Lula, compró a Hamuche el edificio por 24 millones de reales (6 millones de euros). Su intención es realojar en él a las familias que residen ahora. Las que no quepan serán trasladadas a otras viviendas habitables. Pero para ello antes deberán reformarlo por completo, lo que no es fácil, debido, entre otras cosas, a que durante las obras habría que realojar a todo el mundo. El Gobierno de Rousseff, además, aludiendo a la crisis económica que atraviesa el país, va a recortar programas sociales como los de Minha Casa Minha Vida, a los que están acogidos los inquilinos del Prestes Maia. Por lo que no hay fecha para la reforma.

“Mi madre, mi hija y yo vivíamos en una habitación y el alquiler se llevaba la mitad de mi sueldo. Me daba miedo la ocupación, pero no podíamos seguir así”

Todo esto lo sabe Ivanete de Araújo, de 42 años, alta, morena, guapa, resuelta, de ojos negros, de pelo largo y enredado. Ella negocia con el Ayuntamiento y el Gobierno, gestiona el dinero de la caja, compra las cosas para las rifas de las asambleas de los sábados, zanja las discusiones más enconadas entre vecinos irreconciliables. Decide en última instancia quién entra y quién sale del edificio, a quién se admite y a quién hay que echar. Es la alcaldesa, la presidenta de la república particular que se extiende más allá del portón de hierro. Ha participado en muchas ocupaciones de casas. La han desalojado de algunas con bombas de humo que ella ha contestado lanzando cocos desde las ventanas. Ha vivido varias vidas. Se ha casado dos veces, es madre de tres hijos, ha adoptado a otro y tiene intención de adoptar a uno más. A los ocho años recogía almendras, cortaba caña o recolectaba algodón en Guariba, una localidad agrícola situada a 200 kilómetros de São Paulo. Años después, en una racha de mala suerte, se vio durmiendo con su marido recién despedido del trabajo y sus tres hijos debajo del viaducto paulista Do Glicério, en una tienda de campaña. Su marido la convenció para unirse al Movimento Sem Teto y participar en la invasión del hospital abandonado de Matarazzo junto con otras familias. Al principio a ella no le gustó la idea porque pensaba que un hospital vacío era un foco de infecciones y enfermedades. Pero cedió.

Poco a poco se fue involucrando. Y se liberó del todo: “Me separé de mi primer marido, me harté de soportar sus palizas. Me hice valiente, fuerte, buena y mala a la vez. Participé en otras ocupaciones y conseguí una casa. Pero se la he dado a mi hija y yo sigo peleando. Aunque no ya para mí, porque el mundo no se detiene cuando uno ha logrado lo que busca. Somos una familia y tenemos que encontrar casas para estas personas. Que el Ayuntamiento haya comprado el edificio está bien, pero todo puede cambiar en este país. Pueden venir otros políticos y echarnos, mandarnos la policía de nuevo. Nada está ganado aún. A veces me dicen que entre en política. Yo me lo pienso, estoy afiliada al PT, ya veremos. Me gusta esta vida. Aunque no es fácil. ¿Sabes?, a veces sueño que vuelvo a la granja…”.

Se ríe. Luego se levanta y va en busca de Adrián, un niño lívido de cinco años enfermo de los huesos. Es incapaz de andar. Abandonado por sus padres al nacer, vive de la caridad en una de las habitaciones al cuidado de una mujer a la que el edificio le paga por hacerlo. Al niño se le dibuja una sonrisa al reconocer a Ivanete. Ella lo coge en brazos con la intención repentina de presentárselo a su nuevo marido, que vive en un inmueble cercano, también okupado, y convencerle de que deben adoptarlo ya. Da las últimas instrucciones para la asamblea del sábado y sale a la calle por el portón de hierro. Echa a andar con el niño en brazos. La mira otra vez, se le agarra al cuello y cierra los ojos.

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