Fidel

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Fidel nació en un lugar remoto de la geografía oriental de Cuba, Birán, el 13 de agosto de 1926, en un país que sufriría a finales de ese año las furias de un terrible huracán y, mucho peor que esto, su joven república se hallaba defraudada en lo más hondo de sus esperanzas por sucesivos gobernantes venales y traidores al pueblo. Quiero ver, en ambos azares de su biografía, una premonición de lo que sería su destino de hombre público: el de una perenne lucha contra los imposibles históricos y en pro de la justicia social para todos los hombres. Radical y armonioso al mismo tiempo, como lo definió certeramente su compañero de luchas Armando Hart, Fidel Castro fue él mismo una gigantesca fuerza telúrica, que combinaba en su atrayente personalidad la cortesía del amante y el talento del político, la nobleza del hombre de ideales y la moderación del asceta, la sabiduría del que enseña aprendiendo y la severidad del que no tolera afrentas a la dignidad humana.

Desde muy joven, Fidel fue un rebelde natural contra todo tipo de imposiciones, arbitrariedades y atropellos, vinieran de donde viniesen. A pesar de haber nacido en una familia con recursos económicos solventes, que le proporcionó una educación esmerada en colegios privados de orientación religiosa, pronto supo distinguir las enormes diferencias que separaban a los seres humanos que lo rodeaban, y se declaró partidario de los que José Martí llamó “los pobres de la tierra”.

Ya en la Universidad de la Habana, el joven díscolo y amante de los deportes ascendió un escalón superior en su formación política, y como declaró en un discurso autobiográfico, allí se hizo martiano, revolucionario y socialista. Eran los años de la guerra fría y de nuevas y frustrantes decepciones en la política doméstica, cada vez más corrupta y uncida al carro estadounidense. Fidel, desde su cargo de vicepresidente de la FEU en la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana, participó activamente en las luchas estudiantiles, pronunció sus primeros discursos, encabezó manifestaciones y protestas, desagravió símbolos históricos de la nación como la campana de La Demajagua, fue miembro activo del Comité Pro Democracia Dominicana y del Comité Pro Liberación de Puerto Rico, se enroló en 1947 en una expedición para ir a luchar contra el tirano Trujillo y organizó en Bogotá, en 1948, un congreso latinoamericano de estudiantes, donde lo sorprendió el asesinato del político colombiano Jorge Eliécer Gaitán.

Graduado de doctor en Derecho, Ciencias Sociales y Derecho Diplomático, defendió a los humildes y olvidados desde su bufete de abogado en La Habana Vieja. A finales de 1950 tuvo que asumir por primera vez su autodefensa en un juicio en Santa Clara, y la alocución de Fidel, vestido con una toga raída y el Yo acuso de Zola entre las manos fue, más que una defensa de su persona, un vibrante alegato contra los desmanes del gobierno de Carlos Prío Socarrás. En estos años turbulentos se afilió desde posiciones de izquierda al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos) que lideraba un político honesto, Eduardo Chibás. Las posibilidades de un cambio social en Cuba desde una perspectiva reformista, fueron canceladas por dos hechos sin aparente conexión: el suicidio de Chibás en agosto de 1951 y el golpe de estado de Fulgencio Batista en marzo de 1952.

A este último Fidel lo emplazó en términos legales, y escribió un manifiesto titulado “Revolución no, zarpazo”, donde lo conminaba para que abandonara el poder obtenido por métodos espurios. Pero su verdadero reto contra la dictadura fue realizado con las armas en la mano, en el audaz asalto a los cuarteles de Santiago y Bayamo, en la madrugada del 26 de julio de 1953. El segundo jefe de aquella acción, el inolvidable Abel Santamaría, no se equivocó cuando dijo: “El que tiene que vivir es Fidel”.

Se inició entonces, pese al fracaso de la acción militar y la feroz represión, la revolución de Fidel y sus compañeros de la Generación del Centenario, cuyos hitos fundamentales fueron el programa ideológico contenido en su formidable alegato de autodefensa conocido como La historia me absolverá,  las actividades preparatorias en el exilio en México y los Estados Unidos,  la expedición del yate Granma, la organización de un pequeño núcleo guerrillero en la Sierra Maestra que dio origen al Ejército Rebelde, los combates exitosos contra un ejército armado y entrenado por Estados Unidos, la  estructuración de un amplio movimiento de lucha clandestina en las ciudades, la unidad de las principales fuerzas opositoras al régimen y, finalmente, el derrocamiento de la sangrienta dictadura de Batista y el triunfo de la Revolución el 1 de enero de 1959.

Comenzó entonces para Fidel, y para todo el pueblo recién liberado, un período de enormes complejidades y cruciales definiciones. Se trataba no solo de derrocar a un tirano inmoral, sino de conquistar para el pueblo, según el mandato martiano, toda la justicia; y al mismo tiempo enfrentar con inteligencia y sin ceder un ápice en los principios, como quería el Che Guevara, al enemigo histórico de la Nación cubana: el imperialismo estadounidense.

Leyes de amplio respaldo popular, como la Ley de Reforma Agraria y las nacionalizaciones de las principales riquezas del país, despertaron desde muy temprano las iras del Imperio. Cada agresión y cada provocación fueron respondidas con firmeza, radicalizando cada vez más el proceso, hasta desembocar en la proclamación por Fidel del contenido socialista de la revolución, en la víspera de la traidora invasión por Playa Girón, el 16 de abril de 1961. Sobreviviente a más de 600 atentados contra su vida, sus enemigos jamás pudieron contra el hombre que simbolizaba más de cien años de lucha del pueblo cubano por alcanzar su plena y definitiva independencia.

Desde entonces, los retos de construir una sociedad más justa, libre y democrática, a noventa millas de los Estados Unidos, agredidos y bloqueados por el Imperio, ha implicado un esfuerzo titánico en el orden material y espiritual que dura ya más de medio siglo. Liberar todas las fuerzas creativas de un pueblo, formar una conciencia nueva basada en los valores y en la ética, desafiar poderosas fuerzas internas y externas, como proclamó el 1 de mayo de 2000, ese ha sido el desafío gigantesco de la Revolución encabezada por Fidel, que ha tenido errores y cometido faltas, como toda obra humana, pero que ha sabido rectificar su rumbo y  se ha transformado a si misma siempre que lo han demandado las circunstancias, o lo han impuesto factores ajenas a ella, como el derrumbe del campo socialista europeo y la desaparición de la URSS. En tan dramático escenario, el 26 de julio de 1989, en su discurso por el XXXVI aniversario del Moncada, Fidel alertó sobre la desaparición de la URSS, y ratificó la decisión de Cuba de no abandonar el camino de la construcción del socialismo.

Si algo caracterizó a Fidel y a su liderazgo durante casi cincuenta años, además de su valor a toda prueba y de su inigualable carisma, fue el don de la autenticidad, la veracidad y la honestidad sin límites. Poner de moda la virtud, como quería su mentor intelectual José Martí, contar siempre con el pueblo, no mentirle ni defraudarlo, hacerlo protagonista de su propia historia, ese fue el método de Fidel. Un método que se distingue de otras experiencias de cambio social por su inmensa fe en las personas y por su originalísima manera de dirigir, siempre persuasivo, siempre acompañando la palabra de los actos, siempre soñador y antidogmático, siempre razonador y lleno de ilusiones.

Su convicción de ponerse siempre al frente de cualquier desafío, lo llevó a desbaratar en cuestión de minutos a elementos marginales y contrarrevolucionarios que provocaron disturbios en las calles de La Habana el 5 de agosto de 1994. En diciembre de 1999, el secuestro del niño Elián González y el gigantesco movimiento popular desatado para lograr su regreso, fueron el catalizador que Fidel utilizó para iniciar un proceso de cambios en la sociedad cubana, conocido como Batalla de Ideas, donde los elementos educativos, políticos y éticos tuvieron un lugar primordial en los primeros años del siglo XXI. En la plenitud de sus facultades intelectuales, nos dejó ese decálogo virtuoso que se expresa en su concepto de Revolución, verdadera bitácora moral para el presente y el futuro del proceso revolucionario cubano.

Esa capacidad para la desmesura, para profundizar en un tema hasta exprimirle sus últimas esencias, para debatir y polemizar, para no dejar sin respuesta ninguna pregunta, para querer explicarlo todo y estar enterado de todo, su exquisita dialéctica y su refinado sentido del humor, todo esto es lo que el escritor Jorge Mañach llamó, en los primeros meses de 1959, el ángel de Fidel, y ese ángel se mantuvo hasta que la enfermedad minó su cuerpo, pero jamás su espíritu.

Con el paso del tiempo, sus discursos ya no fueron aquel caudaloso fluir de palabras que hechizaban al auditorio con su voz vibrante y convincente. Prefirió escribirlos y depurar su estilo en una síntesis de ideas, que a ratos acudía al mejor periodismo para expresar, con economía de medios expresivos, un torrente de frases. Se dio el caso, insólito años atrás, de emplear solo cinco minutos de los siete concedidos, para decir un nutrido grupo de verdades en un foro internacional.

El 31 de julio de 2006, pocos días antes de cumplir ochenta años, la Proclama del Comandante en Jefe al Pueblo de Cuba, informaba que, con motivo de una complicada operación quirúrgica, Fidel delegaba con carácter provisional sus cargos al frente del Estado y el Partido, en la persona del General de Ejército y Ministro de las FAR, Raúl Castro Ruz. Se definía de este modo un ejercicio de continuidad histórica que, más que por la cercanía de la sangre, estaba determinado por la lealtad y el prestigio de Raúl en el devenir de la Revolución Cubana.

Sus últimos años estuvieron marcados por una presencia inmanente, y por el legado intelectual y ético que constituyen sus escritos, aparecidos bajo el nombre genérico de Reflexiones, un nutrido haz de lúcidos y batalladores pensamientos, en los que el orador infatigable cedió espacio al buen prosista, que corregía una y otra vez lo que escribía, cautivado por la perfección del oficio y dueño de un estilo inconfundible. También nos dejó su inapreciable testimonio sobre la lucha en la Sierra Maestra, narrados por su principal protagonista.

Fiel hasta el último minuto a sus convicciones éticas, y alejado de toda vanidad personal, no quiso que ninguna calle ni plaza llevara su nombre, ni que se le erigieran estatuas ni monumentos. Sus cenizas reposan dentro de una gigantesca piedra extraída del corazón de la Sierra Maestra, acompañado en el Cementerio de Santa Ifigenia por los padres fundadores de la nación cubana: Carlos Manuel de Céspedes y José Martí, y por la heroína mambisa Mariana Grajales. Sobre su lápida solamente está escrito su primer nombre: Fidel.

Uno de sus mejores discípulos, el historiador de La Habana Eusebio Leal, dijo haberle escuchado decir: “«Todo está escrito. No hay nada que ocurra ni antes ni después», demostrando con ello que tenía un sentido providencial y claro de aquello que llamamos el destino”. Y su destino no será otro que el de vivir siempre en el corazón y la imaginación de todos los agradecidos y continuadores de su obra más trascendente: la Revolución Cubana.

* “Fidel”, La Jiribilla. Revista de cultura cubana, La Habana, año XVIII, no. 875, 12 de agosto al 31 de agosto de 2020. http://www.lajiribilla.cu/articulo/fidel-2



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