Uruguay. La dualidad de Pepe Mujica

Uruguay. La dualidad de Pepe Mujica

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Nada escapa a su carácter dual. ¿Cómo negar que internet es el gran ojo vigilante al tiempo que un poderoso democratizador del pensamiento en una tarea sólo parangonable con la irrupción de la imprenta en el Renacimiento?

Nadie escapa a esta ley inexorable y en los próximos cinco años tendremos sobrados motivos para extrañar algunas de las características del actual presidente uruguayo. No extrañaremos su modelo económico, pues no existen sustanciales diferencias con el modelo que propicia Vázquez (o más bien con el modelo económico que los dos han permitido que se manifieste) pero sí echaremos en falta aspectos relativos a un estilo que por añadidura delata ciertos cambios en las mentalidades.

Se le ha reprochado a Mujica que en ocasiones no asuma su carácter ejecutivo y dilapide tiempo y energías en construir consensos, mientras que Vázquez, como ha demostrado toda vez que pudo, no tiene el menor escrúpulo en situarse ante los ciudadanos como un hombre que reúne todas las riendas del poder ejecutivo y por eso mismo no vacila en imponer su veto contra la decisión de los votantes que representa. Antes de asumir el cargo, con su intempestivo nombramiento del próximo gabinete, Vázquez ya ha dado una clara señal. Es él, y no el FA, quien gobernará. Algunos han elogiado que no atendiera a “repartijas por cuotificación política” sin percatarse que su repartija atiende a otro tipo de cuotificación, seleccionando personalidades de su propio riñón. Nadie puede afirmar que se eligieron los técnicos más idóneos y al desechar la cuotificación política, de alguna manera hizo caso omiso al mandato popular. Ostensiblemente ha despreciado a ese considerable sector de votantes que acompañaron a Constanza Moreira, reeditando su grosería en la noche del triunfo en las internas. Las ausencias y las presencias responden a la red de alianzas de Vázquez y esto explica algunas sorpresas. Sin la menor sombra de dudas, y considerando la difícil tarea de Bonomi, es Fernández Huidobro el ministro que ha conquistado el mayor rechazo (obviando el respaldo de su privilegiada casta militar). Insólitamente el cuestionado ministro ha sido confirmado en su cargo a pesar de que sólo 8.000 ciudadanos se dignaran respaldar su lista, y aunque este respaldo inexistente no pueda considerarse de forma automática un rechazo a su gestión, de seguro que tampoco puede esgrimirse como un apoyo multitudinario, ni mucho menos como una muestra de simpatía.

Amén de la razonable búsqueda de consensos, existen otros aspectos interesantes en el estilo del presidente que se retira. Uno de ellos refiere a su cuestionado dribbling de las formas, su olvido de las maneras diplomáticas al afirmar, como Supremo Magistrado, cosas tales como que el mexicano es un “Estado fallido”. Este tipo de declaraciones parecen impropias de su investidura y por eso una avalancha de recriminaciones cae de tarde en tarde sobre el ex revolucionario, sin embargo, nadie duda que Mujica esté en lo cierto, pues efectivamente el mexicano es un Estado fallido donde apenas un alcalde es elegido, recibe la visita de unos señores que traen consigo un pequeño féretro acompañado de este anuncio: “Usted decide: o lo llenamos con su hijo, o lo llenamos de billetes de cien dólares”. No es común que un presidente haga este tipo de declaraciones, que se anime a decir lo que todos sabemos con absoluta certeza. Que ostensiblemente viole algo que el consenso sancione como adecuado, significa que en realidad ese consenso ya ha sido puesto en entredicho al situar a un individuo así en la primera magistratura. La meteórica carrera de Mujica indica que algo se mueve en la forma de concebir a los políticos y a la política en vastos sectores de la población. Y no es sólo esta manía de animarse a decir verdades evidentes lo que ha generado este fenómeno de talla mundial, sino también su propagandeada austeridad, que no es otra cosa que el apoyo incondicional de vastos sectores de la población hacia la sobriedad republicana que por la inversa expresa un decidido rechazo a la corrupción y al enriquecimiento ilícito de los gobernantes.

Existe un vínculo solidario entre la simpatía hacia las declaraciones de Mujica y esa vasta crítica a la forma de llevarse a cabo la eventual “democracia representativa” manifestada por el movimiento de indignados. A dónde conducirá este movimiento democrático nadie lo puede saber, pero con certeza, en el peor de los casos generará un cambio en la manera en que se ejerce el poder para hacerlo más tolerable, más acorde a la nueva sensibilidad y por eso mismo más efectivo.

Mujica considera que en tanto las mentalidades no cambien, poco se puede hacer desde el poder y por eso ha dedicado su mandato a intentar incidir con sus palabras. Su actitud está en abierta contradicción con quien piensa que el presidente debe hablar, o exponerse, lo menos posible, pues cada vez que habla, por él habla La República. Sin embargo, desdeñando este dudoso rol, no teme el debate y lo propicia, y por más que uno rechace de plano su peligroso modelo económico que ineluctablemente nos precipitará en una nueva crisis, no puede negar que ha usado su investidura como dinamizador de la discusión pública.

Previo a sus declaraciones sobre México, Mujica volvió a tirar dardos contra los intelectuales. Por un lado esta postura reconoce peligrosos antecedentes en su propio pasado tupamaro y en un sector del MLN que manifestaba cierto desprecio por la teoría, representado por esa expresión que tachaba las elaboraciones intelectuales como “un boniato” y por aquella consigna sumamente vidriosa: “los hechos nos unen, las palabras nos separan”. Más lejano aún en el tiempo, este desprecio a los intelectuales por sus “discusiones bizantinas”, por su pérdida de tiempo ante los cambios que el progreso reclamaba, anidaba en el Ejército Nacional que no vaciló en dar un golpe de Estado en el último cuarto del siglo XIX. Este juicio general a los intelectuales no es otra cosa que una traducción de ese fenómeno conocido como el rechazo del campo a la ciudad.

Dejando bien en claro el lado sumamente peligroso de esta caracterización irresponsable, uno no puede sino pensar también en otro aspecto: ese intelectual ufano de sí mismo que esconde su absoluta vacuidad en una jerga inextricable. Si una figura con el respaldo y aceptación de Mujica expresa una crítica más o menos genérica a los intelectuales, tenemos que pensar que detrás de él existe una vasta corriente de opinión. Por un lado inquieta que Mujica tenga su inconsciente a flor de piel y por el otro interesa la erupción de una fuerza que de otra manera se mantendría bajo tierra.

“Vox populi, vox Dei”, y este aforismo también comparte un carácter dual. No necesariamente todo pensamiento del pueblo es verdadero; “vox populi, vox Dei” también significa que por un motivo u otro, si uno aspira a cambiar la realidad, conviene echar el oído a esa voz. Vaya a saber uno qué pretendió Mujica al lanzar esos dardos a los cuatro vientos, pero otra vez: no sólo es importante lo que se piensa, sino también lo que se genera al hablar. Al lector, como a mí, no le debe satisfacer una crítica general y semifascistoide a los intelectuales pues, fuera de dudas, existen intelectuales e intelectuales. Algunos de ellos son amamantados en una fe suprema a un idioma para elegidos y por eso creen que el ejercicio de un lenguaje que niega la función primordial del pensamiento, es un rasgo supremo de inteligencia; otros, en cambio, aprenden el elegante arte de comunicarse de tal manera que todos entiendan. Los primeros aspiran a que sus libros estén en los estantes más elevados; los otros desean que aguarden en los estantes más bajos para estar al alcance de todos los hombres.


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